Andén interior

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jueves, 2 de septiembre de 2010

En el vacío...



Desde un silencio que ninguna atmósfera logra quebrar, por tal lugar de materia y antimateria, en el que la luz y la oscuridad se confunden y los planos no admiten matices, pasando por los muchos mundos en extinción o en conformación, y donde los gases que anticipan la creación, generan vidas rudimentarias en evolución a cada instante.

Adentrándonos en las nuevas combinaciones de oxígeno e hidrógeno, estamos arribando ahora a las zonas nubosas más remotas, ya sea que las nubes sean estiradas, sean tenues, sean espesas o aborregadas, pero todas absolutamente todas, son contenedoras simultáneas de las aguas pacíficas y también de los rayos pulverizadores del sol quemante que las preside.

Dispensadoras todas ellas de la fertilidad en la tierra y también de la destrucción de la vida, porque en exceso causan la muerte, todo tiene que ser en su justo equilibrio, esa es la existencia.

Descendiendo todavía más vertiginosamente, llegamos hasta un grupo de edificios que rodean el panorama citadino, primero están las edificaciones de acero y aluminio con grandes cúpulas y enormes ventanales de cristal opaco, con luces brillantes de día y noche, esas construcciones que nos recuerdan el estatus de quienes los habitan y la última tecnología en boga.

Luego continuamos descendiendo y pasamos por las terrazas que rodean a estas enormes edificaciones, construcciones más pequeñas y modestas, sin tantos lujos, y donde cuelgan en cordones exteriores muchas vestimentas multicolores, y donde se broncean las pieles desnudas o a medias de algunos hombres y de algunas mujeres, que ataviados con lentes para el sol, tumbados en poltronas y huntados con sus bronceadores líquidos, nos anuncian que el verano ha llegado.

Atravesando después los techos, todos y cada uno de ellos, bajando de piso en piso, de habitación en habitación, encontramos a éste comiendo y mirando la televisión, hallamos a aquella rompiendo una hoja llena de garabatos, descubrimos a aquél otro dormitando en su sillón favorito, y a aquella otra bebiendo agua sin parar, ¡es que el calor es sofocante!.

Por último, arribando a la habitación que nos ocupa, tenemos en un primer plano la visión de un ropero, y junto a él una cama con las sábanas blancas completamente desordenadas, luego una mesa de madera oscura y muy pequeña, muy gastada por el uso, encima muchos papeles desordenados puntillosamente y completando la decoración, una pequeña lámpara de luz encendida en pleno día.

Un pedazo de papel blanco y arrugado yace tirado en el piso, acercándonos y observándolo cuidadosamente, se percibe que está redactado con letras muy apresuradas. El tiempo se agotaba en la desesperación, en la angustia, y los trazos parecen desbordarse pidiendo ser escuchados de una vez y para siempre.

Con algo de esfuerzo puede leerse en el papel las palabras soledad, temor, dolor, renuncia. Luego también en el piso, una colcha que envuelve un cuerpo. Si continuamos esta visión, el cuerpo se encuentra extendido y laxo y teñido de su propia sangre y luego un revólver…el revólver está acallado en la mano.

La quietud, la negritud es el panorama de la habitación. Todo queda más allá de las ingratitudes, de las esperanzas y de todas las posibilidades de infelicidad, y hasta aquí el silencio es.

Que ninguna de las atmósferas del ruido externo logra quebrarlo ya.

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